Estaba ahí, tumbado en el diván, lleno de historias, de situaciones, de vivencias y callado, herméticamente callado. Carraspeé y pude observar cómo levantaba una ceja para espiarme por el rabillo del ojo. Cuando le dije, es la hora, salió como un autómata y me dijo: hasta mañana.
Se abrió la puerta de mi despacho y un joven, mirando hacia la puerta con cara de ¿qué es lo que ha pasado?, se sentó frente a mí. Después de un “buenas tardes” comenzó a narrar, sin tomar aire para respirar, su encuentro fortuito con mi anterior visitante. “Lo que habla,” me decía, “me ha estado comentando el por qué de su consulta, cómo frente a usted se encuentra tranquilo, cómo puede escuchar su pensamiento, cómo es capaz de realizar búsquedas dentro de su disco duro y abordar la vida en profundidad, cómo encuentra soluciones a diferentes problemas y cómo esa ausencia de ruido le ayuda a relajarse, a concentrarse en diferentes objetivos, a ordenarlos por importancia y a entender quién realmente es”.
Estaba anonadado, porque a la vez que me lo estaba narrando, sonaba su móvil, recibía numerosos mensajes, encendía su Tablet, saludaba a la recepcionista, hablaba en una videoconferencia, escuchaba música, veía y opinaba sobre un vídeo y salía a la calle.
“Me gustaría, si no es mucha molestia, que me proporcione, si es posible, esa experiencia, si, la de escuchar el silencio”.
Sonreí y le señalé el diván.
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